lunes, 26 de mayo de 2008

Bolitas de mercurio

Bajo el plomo de la mañana invernal, mi mente era incapaz de concentrarse en el gráfico que tenía enfrente en aquella fastidiosa pantalla de ordenador. Sin poder prevenirla, la ensoñación se apoderó de mí y suspendió mis ojos en la mancha cenicienta que pintaba el cielo detrás del cristal. Allí, para alimentar mi ensimismamiento, la fantasía quiso proyectar el rostro ininteligible del hombre que me estaba hundiendo en el lodo, mucho más aún de lo que ya estaba.
Me dispuse a configurar una imagen global que resumiera en un todo lo que él significaba. Era como querer abstraer en un solo concepto los cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua. Entonces, me recordé a mí misma de niña, intentando capturar aquellas bolitas de mercurio con mis pequeños dedos para volverlas a meter en el interior del termómetro que acababa de estallar cuando investigaba hasta dónde podía subir la raya gris si lo introducía dentro de una taza de agua hirviendo. Por supuesto, me resultó imposible atrapar y unir todas las lágrimas grises, tan imposible como ahora me resultaba conformar una idea integrada y clara de la persona que me había vuelto completamente del revés.
Venían a mi memoria miles de detalles, cualidades, rasgos, escenas, vivencias y, sobre todo, palabras, muchas palabras. Pero hice el sobreesfuerzo de recordar sólo las sensaciones que me envolvían ante su presencia; eran muchas, físicas, químicas, psíquicas, más o menos buenas, más o menos malas, más o menos intensas, más o menos dolorosas... Sin embargó, apreté la intención para limpiar mi memoria de todos los demonios que ensombrecían su imagen. De repente, un recuerdo fue haciéndose dueño del resto y me detuve en él para saborearlo lentamente, así fue cómo volví a sentir su olor a hierbabuena, su aliento de brisa, sus manos de fuego, sus piernas de roble, su sonrisa de primavera, sus ojos de otoño, el nido de su pecho... Ese hombre me transportaba de nuevo a mis raíces, porque abrazarlo era como llenarme los brazos de naturaleza.

Como prefacio del fin, antes de partir definitivamente, un deseo se apoderó de mí: quería fundirme con aquella naturaleza, al menos por un instante, y convertirme en la savia que la nutriera para engendrar una nueva raíz que anclase la huella de mi paso por ella.

Volví a buscar más sensaciones huyendo, una vez más, de las palabras...

1 comentario:

el piano huérfano dijo...

me suena tan presente...