lunes, 21 de abril de 2008

Motivos para morir

En medio de las embestidas de olas gigantes, del colérico viento y del opaco velo de la neblina, era difícil distinguir con nitidez el contenido del paisaje. No obstante, con un pequeño esfuerzo de enfoque, podías intuir la silueta de un joven adolescente presidiendo la cresta del acantilado. Desde allí, en el núcleo de la imponente tormenta, se medía las fuerzas con la naturaleza Álvaro, un muchacho de unos quince años que observaba el horizonte dejándose azotar por la furia de los elementos, mientras hacía equilibrismos para mantenerse de pie.
No había llegado a ese lugar de forma aleatoria, sabía perfectamente porqué estaba allí, pero, antes de consumar su plan, necesitaba unos minutos para reafirmar las causas que le habían conducido al punto en el que se hallaba. ¡Todo era tan evidente para él!, no había dudas: la vida era su peor prisión, no la quería, le estaba atando a una agonía lenta e insufrible de la que necesitaba escapar urgentemente.
Nunca tuvo los hados de su parte, no había sido lo que se dice un chico afortunado, pero los acontecimientos del último año habían convertido su existencia en una verdadera tragedia. En el instituto, los cuatro chicos de la fila de atrás se la juraron desde el primer día de clase y durante todo el curso no habían cesado de perseguirle, amenazarle, ridiculizarle, insultarle, humillarle, empujarle, robarle y hasta propinarle alguna que otra paliza en algún rincón del patio o en la puerta del instituto. Cada día era un auténtico suplicio, nunca quería despertar, odiaba la alarma del reloj que le recordaba que había llegado su hora de comenzar el camino hacia el paredón. Había desarrollado una fobia terrible hacia todos los elementos asociados a la vida escolar: el olor de los libros, la mochila, los lápices y bolígrafos, el sonido del megáfono, el timbre de salida y entrada, los portones del instituto, el pasillo que le conducía a su aula, la letra C sobre de la puerta de su clase, su pupitre lleno de frases ofensivas, grabadas con punzones por aquellos matones para que no se le olvidase cuál era el lugar de cada uno en aquel territorio.
Cada día temblaba, sin poderse dominar, cuando se aproximaba el momento de llegar allí, anticipando la amargura que seguro le tocaría vivir en el nuevo día y, desafortunadamente, nunca se equivocaba. Pero la última agresión fue demasiado lejos, dos meses antes lo amordazaron en el patio, lo desnudaron y, mientras lo sujetaban entre todos, el líder del grupo lo sodomizó con un trozo de madera cilíndrica. Mientras tanto, algunos valientes observadores grababan el espectáculo con el móvil, otros se mofaban abiertamente, otros se mantenían a cierta distancia con el gesto espantado, pero todos permanecieron al margen, sin intervenir. Después…, el dolor, las heridas producidas por las astillas que se abrían en la madera clavándose y desgarrando su carne al entrar y salir, la vergüenza, la humillación, el asco, la indefensión, el llanto, …el dolor, el dolor…
Borraría de la memoria todo lo sucedido, -no ha pasado, sólo es un mal sueño-, se decía a sí mismo en un acto de negación. Se curó él mismo las heridas con el botiquín de su casa, a escondidas, ocultando la sangre que brotaba de sus pantalones. Se limpió las lágrimas y se puso hielo en los ojos para bajar la hinchazón, se metió en la ducha durante más de dos horas frotando compulsivamente su cuerpo con un guante de crin hasta levantarse la piel, en un intento desesperado por desinfectar su cuerpo de aquellas manos sucias y viscosas que lo manosearon tan asquerosamente. Si bien, no pudo lograr la purificación que deseaba, la de su alma.
Álvaro enmudeció, llegando a un absoluto ostracismo en el que se negó a hablar con nadie, ni en casa ni en el colegio. Intentaba silenciar para olvidar o, tal vez, olvidar para silenciar. Pensaba que, quizá, si no pronunciaba nada al respecto, si permanecía inmóvil, si no respiraba muy fuerte, si caminaba despacito y si no hacía notar su presencia, conseguiría hacerse invisible o que, con un poco de suerte, la tierra lo absorbiera hasta hacerlo desaparecer. Pero, desgraciadamente, su silencio también fue violado y, unos días más tarde, para colmo de males, a alguien se le ocurrió la monstruosa idea de colgar en internet aquel capítulo dantesco. Después de aquello, la marea se volvió incontenible, todo se le fue de las manos y el escándalo detonó, llevándose por medio lo poquito que le quedaba de dignidad.
La mañana que llegó al colegio abriéndose paso entre miradas, dedos acusadores y risotadas, supo que algo aún más trágico se avecinaba. Cuando entró en clase con la cabeza escondida bajo la capucha y mirando al suelo, una voz desafinada lo dijo todo: -¡Enhorabuena, macho, has triunfado en los medios, eres más famoso que el Bisbal, sobre todo por detrás!-. Acto seguido, un coro de carcajadas acompañó el comentario del pregonero. Una nube empañó su visión, no podía respirar, sintió frío y nauseas, creyó que moría y se alegró por ello, dejándose caer a plomo sobre el suelo.
Cuando despertó, sólo oía el sonido de una sirena y unos comentarios sobre cuarenta de fiebre y sobre una posible infección, provenientes de tres hombres con bata blanca que lo observaban concienzudamente. Pasó días en el hospital recuperándose de las secuelas de sus heridas infectadas; era peor de lo que había pensado, tenía perforado el esfínter y el colon y hubo que operar para reconstruir. Pero lo peor no era eso, sino que se pusieran todas las cartas boca arriba, ahora todo el mundo sabía lo que había pasado: su familia, los chicos y profesores del instituto, todo el barrio, toda la ciudad, todo el país… ¿Dónde iba a esconderse ahora? Estaba castigado a vivir toda su vida con una mancha como esa y sabía que no podría soportarlo.
Sus padres obligaron a retirar el video de la red y denunciaron a los responsables directos del incidente, también al propio centro. Todo se resolvió de forma rápida, con una indemnización a la familia, una expulsión temporal de los chicos del colegio, el cumplimiento de trabajos para la comunidad y unas cuantas medidas cautelares. Sin embargo, nadie le devolvió la alegría de vivir a Álvaro, ni su dignidad, ni su propia estima. El miedo tampoco se había ido, con motivos bien fundados, ya que el acoso no cedió, al contrario, ahora se había extendido más allá de las fronteras del instituto, lo esperaban en las esquinas de las calles para hacerle pagar, según ellos, la osadía que había tenido.
Y allí estaba ahora, con los ojos ensangrentados encima del acantilado, sin fuerza para seguir soportando el peso de una vida tan áspera sobre sus hombros de quince años. Su padre, que lo había visto venir, le había dado alguna charla sobre lo importante de luchar en la vida y por la vida, que es lo más bonito que tenemos, a pesar de todo el sufrimiento. Le había dicho que hay que ser fuertes y valientes, que no hay que hacer tonterías, que los que se quitan la vida son unos cobardes y que el que va, nunca vuelve. Pero a él no le hacían efecto ese tipo de temores que su padre intentaba inyectarle, porque ya no le cabía más miedo en el cuerpo, porque no podía haber nada más infernal que su propia realidad y él estaba seguro de que no quería continuar con ella. Llegado a este punto, ya no había retorno, nada le aliviaba más el dolor inhumano que sentía, que la idea de estar allí mismo, inspirando el salto hacia la libertad.
No quiso seguir pensando, ya estaba todo reflexionado, no quería darle más oportunidades a la vida, hasta allí su punto y final. Extendió los brazos debajo de la cortina de lluvia, tomó una bocanada de aire con sabor a sal y, por fin, se sintió purificado. Otorgó una última mirada a aquel paisaje, percibiendo una hermosura insospechada para él hasta ahora y, despidiéndose de sí mismo, impulsó su frágil cuerpo hacia una caída de veinte metros durante la que sólo ocupó su mente el eco de las palabras de su padre: “el que va, nunca vuelve…, el que va, nunca vuelve…, el que va, nunca vuelve…” Luego, la oscuridad.
Un hombre de unos cuarenta años permanece con los ojos clavados en la pantalla de su ordenador. Está ausente, observando fijamente la foto de un acantilado que alguien le ha enviado en una de esas bonitas presentaciones de paisajes. Sólo una cariñosa mano sobre su espalda consigue arrancarlo de su enajenación, recuperándolo a la realidad: -Venga, déjalo ya, que es viernes y vamos todos a tomar algo para celebrarlo-, le dice su dulce compañera de despacho. -Vale, cierro y voy enseguida-, responde él, recuperando el contacto con el presente. El hombre cierra la ventana del acantilado y aprieta el botón de apagar-aceptar, despidiéndose hasta el lunes de su ordenador. Coloca su mesa, recoge su abrigo y su cartera, deteniéndose unos instantes para contemplar la imagen que está encima de su escritorio, en ella él y una joven mujer sostienen a un hermoso bebé entre los brazos. Ése es el icono de su paraíso.
Desde la puerta se oyen voces insistentes: -¡Vamos Álvaro, que se calienta la cerveza!-. Una última mirada a la fotografía, una respiración profunda y una sonrisa, antes de girar su silla, impulsando las ruedas de la misma con sus brazos, mientras se aleja sentado sobre ella y susurrando como cada día: -Gracias vida por dejarme volver, gracias por dejarme ser feliz…-

viernes, 18 de abril de 2008

Frustraciones



La frustración, desde que venimos a este mundo estamos condenados a sufrirla y a aceptarla. Ayer, viendo a mi sobrina de siete años llorar desconsoladamente porque un niño de su colegio no la había invitado a su fiesta de cumpleaños, se despertó en mí nuevamente la reflexión acerca de este sentimiento.
Llegaba de la escuela con la carita desencajada y sus inmensos ojos azules mustios y tristones, me vio y no se dispuso a correr hacia mí como de costumbre, lanzando su radiante sonrisa y extendiendo sus bracitos para que la cogiese al vuelo, simplemente se dirigió hacia otra habitación de la casa con la cabeza inclinada. Inmediatamente, mi hermana y yo nos acercamos a ella y le preguntamos: -pero, ¿qué te pasa Lauri?-, ella sólo decía: -nada, nada, que no me pasa nada- , nosotras le insistíamos: -venga, cuéntanos, que te conocemos, y sabemos que te ha pasado algo-. Después de varias insistencias, ella, sin poder contenerse, comenzó a sollozar gimiendo frases enmarañadas entre las que pudimos adivinar que se trataba de una evidente frustración.
Cuando le secamos los lagrimones que emanaban de sus grandes y expresivos ojos, conseguimos que contase tranquilamente el episodio. Efectivamente, un niño de su clase celebraría su cumpleaños en unos días, ella sí le había invitado previamente al suyo, pero aquella tarde el niño entregó sus invitaciones a otros excluyéndola por completo, mientras ella observaba la escena con la ilusión apuñalada.
Lógicamente, se me rompió el corazón de ver a ese ángel, pura inocencia, sensibilidad y cariño, destrozada por un hecho tan cruel. No intenté atribuir causas a la conducta del niño, no lo juzgué, simplemente pensé en lo injusto de que un ser tan limpio como Laura sufriera por el perverso incidente, perverso en sí mismo, no por la desconocida intención de su causante.
Estamos acostumbrados a oír sobre los beneficios que ejerce en nosotros padecer desengaños, decepciones, desilusiones y demás fracasos porque, teóricamente, “cuantos más golpes te da la vida, más fuerte te haces”. Pero me pregunto cuál es la enseñanza de un dolor como el que sufrió Laura; ¿cuál es el lado positivo del daño provocado por otros?, ¿hacernos fuertes?, pero ¿fuertes ante qué?, ¿para qué?, ¿qué se aprende del daño emocional que nos infligimos entre los seres humanos?
Desde pequeñitos, ya siendo bebés, sentimos frustrados muchos deseos, el deseo de seguir lactando más del pecho de nuestra madre, el deseo de que nos tomen en brazos, el deseo de que nos calmen el dolor de los cólicos, el deseo de que nos hablen y nos sonrían… Cuando vamos creciendo, los deseos se transforman, pero no así el número de frustraciones, que más bien va en aumento. Admito que es positivo desarrollar cierta tolerancia a la frustración provocada por el malogro de objetivos materiales o de metas más o menos ambiciosas (no puedo conseguir ese viaje y no pasa nada, no puedo poseer esos zapatos y no me muero, no puedo subir de categoría profesional y lo acepto, no puedo tener la casa de mis sueños y lo asumo, etc.). Pero lo que me parece innecesario y poco edificante es el aprendizaje extraído de la frustración fruto de las heridas producidas por nuestros congéneres, me refiero a ese daño que nos deja en el corazón el rechazo de otros, su desprecio, su olvido, su burla, su ofensa o simplemente su indiferencia.
Sinceramente, creo que el adiestramiento en esta clase de frustraciones es poco positivo y su producto, menos aún. Cuando pienso en ello, sólo puedo acordarme de la hostilidad, la desconfianza y la amargura que han sembrado en mí a lo largo de mi vida algunas personas que se habían asignado como cometido enseñarme la máxima de “lo afortunado de los golpes que te da la vida”, más allá de cualquier solicitud por mi parte de tales lecciones. Y rezo para adentro para que mis tres lindas sobrinas, aún sin contaminar, ingenuas, inocentes y amorosas, no tengan que sufrir ni aceptar frustraciones infértiles y destructivas, y para que vivan dentro de la realidad, pero luchando por mejorarla, incluso por moldearla a su antojo, porque podrán hacerlo, construyendo una realidad hermosa, la suya, que no por ello irreal.
Lo dado, lo esperado y lo aceptado, no siempre es lo bueno, ni lo verdadero, ni lo justo, ni lo que nos sirve para vivir nuestra propia vida.

martes, 15 de abril de 2008

Mi leyenda

“Seguir un sueño, tiene un precio. Puede exigir que abandonemos viejos hábitos, puede hacernos pasar dificultades, tener decepciones, etc. Pero, por alto que sea ese precio, nunca es tan alto como el que paga el que no vivió su leyenda personal.” (Paulo Coelho).

Precisamente porque cada día estoy más dispuesta a vivir mi propia leyenda personal, quiero empezar poniendo en marcha algo que siempre había estado empujando fuertemente desde mi interior: mi gusto por transformar reflexiones y emociones en algo perceptible a través del bello vehículo del lenguaje, vistiendo con palabras escritas miles de pensamientos e ideas atrapados en mi mente. Hoy, por fin, quiero comenzar a darles voz y romper el silencio a que los tenía condenados, pero siempre desde mi mayor humildad y respeto y sin ninguna ambición literaria. Creo que esta es una bonita manera de ir abriendo mis propios límites para desplegar las alas.
Quiero daros a todos la bienvenida a mi pequeño espacio que os ofrezco con los brazos abiertos. Os doy las gracias por escucharme, por permitirme este pequeño ensayo de mi vuelo de libertad y por ayudarme a encontrar los pasos de mi camino.
Gracias especialmente a ti, Antonio, fuente de estímulo e inspiración, aunque he tardado, se que comprendes que paraliza dar pasos hacia delante cuando nunca has recibido el permiso. Gracias por permitírmelo.