martes, 6 de enero de 2009

CARBÓN


Hoy me he despertado con resaca navideña, ¿cuántos días han pasado ya desde que comenzó la vorágine de los villancicos?, ¡oh…, más de dos semanas!, -¡ya está bien!-, me he dicho entre un largo bostezo, -¡deja ya el letargo y las excusas, hay que ponerse las pilas!-. De pronto, he recodado qué día era, -¡ay va, pero si hoy es seis de enero…, los Reyes, los regalos y todo eso!-. No espero nada, pero me pica la curiosidad infantil que a todos se nos enciende en este día. Salto de la cama y voy directa al pino artificial con lucecitas que adorna mi salón. No doy crédito, ¡carbón!, ¡me han dejado carbón!, los pies de mi arbolito están sembrados de grandes piedras negras sin envolver que deslucen por completo la bonita estampa que ayer ofrecían las bolitas rojas, las estrellas, los lazos, las cintas doradas, los destellos de colores y los muñequitos divertidos que colgaban de sus verdes ramas. Me dejo caer en el suelo, cruzando en x mis piernas y contemplo desilusionada la escena, mi cara se ilumina intermitentemente al compás del on-of de las lucecitas que me ponen a pensar.
¿Por qué carbón?, ¿esto es todo lo que merezco?, es más, si este año yo no pedí nada, ¿para qué pierden el tiempo los tres hombres sabios conmigo?, si hace mucho tiempo que le dije a Baltasar que ya no estoy para nada en este juego del consumismo, que no les quiero dar trabajo, que se olviden de pasarse por el centro comercial por mi y que sigan su camino de largo. Pero debí equivocarme de rey o no hice el suficiente hincapié porque se han empeñado en venir a dejarme mi regalito. Si al menos hubiera sido el ipod o la wii sorpresa, yo hubiera intentado hacer un hueco de tolerancia al absurdo sentido comercial de esta parodia, pero no, estos graciosillos allanan mi morada aprovechando mis dulces sueños para dejarme el pasillo lleno de los excrementos de sus camellos, atracar mi nevera, beberse mis cervezas, comerse los espaguetis que tenía reservados para hoy y desordenarme los sillones y la alfombra, todo para obsequiarme con un detalle de cinismo carbonizado a los pies del arbolillo que representaba el escaso resquicio de ilusión que conservo de estas fiestas postizas.
Me entretengo haciendo rimas con carbón, intentando sacar la rabia que me produce la bromita, al tiempo que busco darle un sentido y, casi sin darme cuenta, me zambullo en mi propio análisis conductual de este pasado año. Claro, ahora lo entiendo, no me he portado bien, he sido mala, no malísima, pero sí mala, al menos “mala” según lo definen los dictados judeocristianos y otros más cercanos a la cultura patriarcal en la que aún nadamos, queramos o no. Y es que no me conformé, no fui sumisa, no callé, no silencié, no toleré, no consentí, no fui dócil, obediente, resignada, ni abnegada, no miré para otro lado, no otorgué para complacer, no me humillé, no acepté. Este pasado año declaré, pronuncié, reclamé, exigí, solicité, confesé, protesté, me atreví, luché, perdí y gané.
Fui mala, sí, y creo que me gusta, porque ser mala no debe ser malo, pues este seis de enero, a diferencia de otros pasados, me siento bien, con mi carbón, con mi árbol, con mi rebeldía, con mis pies firmes en el suelo, con mi cabeza alta, con mis sueños, con mis locuras acertadas, con mis pasiones y mis ganas de amar, con mis soledades y mis compañías, con mis fantasmas, con mis ilusiones, con mi corazón pleno, con mi mente clara, con mi presente y con mi futuro.
Respiro profundo entre los destellos de las lucecillas, me tumbo sobre la alfombra, cojo un trocito de carbón y lo acerco a mi boca, ¡está buenísimo!. Mientras lo mastico traviesa, voy decidiendo mi propósito para el nuevo año: quiero seguir siendo mala. Al fin y al cabo, como decía Mae West “las chicas buenas van al cielo, las malas a todas partes” y, la verdad, el cielo me resulta demasiado limitado. Dicho, para el año que viene pido carbón.