martes, 28 de octubre de 2008

SUEÑOS LÍQUIDOS

En medio de la quietud silenciosa de la noche, entre el vaivén de una respiración bradicárdica, un grito rasga el velo oscuro de la habitación, no son sus labios, no ha sido su garganta, entre la agitación de su pecho no hay rastro de sonidos provenientes de sus pulmones, todo permanece inmutable. En las rojas luces digitalizadas del reloj de la mesilla se marcan rotundas las 4:00 y nada más brilla ni mueve la atmósfera negra. Sus ojos se esfuerzan por habituarse a algún punto de luz que perfile sombras o siluetas, pero nada le devuelve una respuesta visual, sólo un débil estímulo acústico de agua rompiendo sobre el tejado, en la calle llueve a cántaros, le relaja esa monotonía del encuentro entre líquido y sólido.

Se recuesta de nuevo sobre su almohada, intentando recuperar un sueño, algún sueño, ¿dónde estaba?, se esfuerza por recordar, había alguien con ella, muchos tal vez, retazos de escenas, brazos, manos, bocas, palabras, dientes, sabores a amargura pasada, pérdidas, traiciones, abandonos, mentiras, decepciones, dolor, lágrimas… Todo es confuso, ¿por qué soñaba con esa persona?, ¿qué tiene que ver con esa otra?, ¿por qué estaba en ese lugar que no se relaciona para nada con aquello?, ¿qué quieren decir esas palabras mezcladas con esas otras?, ¿por qué siente esa punzada en el corazón cuando aquello ya no le afectaba?, ¿y por qué sufre si eso ya pasó?.

Se concentra en el tic-tac-tuc de una gota insistente sobre el cristal de su ventana y el ritmo iterativo la sumerge en sensaciones de congoja que se acentúan progresivamente en sus ojos hasta derramarlos salados sobre la franela que sujeta su cara absorbiendo la humedad de la pena agresora que se ha instalado como un parásito en un breve descuido, en una simple bajada de defensas. El sueño es el vehiculo de la angustia anquilosada, vieja, remanente, bloqueada durante años en un quiste de dolor mal curado. Un dolor que aprovecha el espacio menos consciente para deslizarse como un usurero calculador y miserable enredando angustias pasadas con miedos presentes en un amasijo de pseudovivencias que se agarran como espinas a las venas del corazón a las 4:00 en punto.

¿Dónde están los brazos que la sujetaban entre las sábanas?, no están, hoy no, hoy ella está sola licuándose al compás de la lluvia. Su cuerpo pesa aunque descansa sobre un lecho de látex y, mientras va sintiendo cómo se hunde entre las fibras del colchón, paralizada entre los suspiros del llanto, se va lejos, vuela, vuela… Recorre desde el cielo un mundo diferente, dos ángeles con enormes alas negras la persiguen pidiéndole su sangre, pero ella es más ágil, sus alas son más grandes, su cuerpo puro vapor, sus deseos de volar más fuertes y algo la impulsa enérgicamente y le ancla con seguridad, son unos brazos alrededor de su cintura, los reconoce, son los brazos que siempre la sujetaban entre las sábanas, es él, su ángel blanco navega con ella entre las estrellas de un cielo topacio. Los ángeles negros se quedan atrás, gritando con sus colmillos afilados en medio de la quietud silenciosa de la noche, lanzando espinas que no aciertan al blanco y que acaban cayendo a un suelo alfombrado de pétalos donde se posan los dos ángeles blancos, sin soltarse, sin dejar de abrazarse.

jueves, 23 de octubre de 2008

AHORA QUE HAS LLEGADO


Llegas un día a mí como un ángel sanador, con tus alas de plumas blancas aleteas en mi corazón y me devuelves a la vida, soplas sobre mis ojos y les devuelves la luz, besas mi boca y cortas la sangre de mis heridas, dibujas flores en mi espalda con tus dedos y borras todo mi pasado, me cantas al oído y se me olvida quién soy. Un gesto tuyo, sólo necesito un gesto tuyo para que todos mis motores arranquen en una sinfonía de felicidad trasportándome al país de los sueños, esos que ya creía ahogados por la desilusión. Pero llegas tú con tu llamita y enciendes todas las velas de mi casa impregnando el aire de aromas de primavera y de dulces de caña de azúcar, pintando mis paredes con los colores del olimpo, dejando estelas de música de dioses por cada pasillo que caminas, cubriendo todo con un terciopelo de ternura, prendiendo pasión en cada esquina de mi espacio.


Y yo, pobre ignorante, que creía mi vida bajo mi mano firme, llegas tú y con un suave roce de la tuya la haces temblar como al débil tallo de la margarita, ésa que tantas veces deshojé con un NO por respuesta y que hoy, con un temor inmenso al último pétalo, he vuelto a poner a prueba y me ha dicho SI, un SI rotundo y claro como tus ojos cuando me atraviesan el alma, como tus manos cuando me acarician el cuerpo, como tus brazos cuando me sostienen entre las sábanas, como tus labios cuando beben mi esencia.


¿Y eres tú el que pregunta por merecimientos, el que duda, el que se asusta, el que cuando por fin ha hallado a la que vuela recela volar con ella porque teme la distancia con el suelo, el que se sonroja y dice “no seas mentirosa” cuando te admiro y cuando te abro mi corazón de par en par, el que anticipa deserciones imposibles porque nadie querría marcharse de su tierra prometida y porque la que vuela nunca podría volar ya sin sus alas completas…?


Ahora que has llegado, desde esta cumbre de plenitud mis ojos examinan con calma el paisaje desde arriba, observando todo lo que quedó allá abajo en ese valle de lágrimas, de sonrisas, de tropiezos, de aprendizajes y de crecimiento. Y aquí, entre el oleaje de una serena paz, mis pupilas sólo esconden una inquietud que roza el miedo, te he dado, te he recibido, te he mostrado pequeños trocitos de mi alma, de mi cuerpo, de mi pasado y de mi presente, de mis sueños, de mis placeres y de mis angustias, los he recibido de ti, pero aún falta tanto por dar y tanto por recibir, tantos senderos por abrir con el dibujo de nuestras huellas (cuatro, ya no dos) que las oraciones se escapan de mi boca como pájaros libres hacia el viento implorando para que esta vida caprichosa se apiade de nuestras almas y nos regale el tiempo necesario para dar, para recibir, para amar.


Ahora que has llegado, sólo pido eso, tiempo, por favor, tiempo para amar.


jueves, 16 de octubre de 2008

EL CAMINO DEL PRINCIPE

Hace varios meses, antes de tener el blog, escribí este cuento y lo regalé. Hoy estaba buceando entre mis ideas y archivos y me he tropezado con él. Se que no está bien hacer uso de lo que ya se ha regalado, pero también se que a la persona en cuestión no le importará que lo utilice en mi propio blog. Así que, ahí va, por segunda vez para algunos y por primera vez para otros, mi camino del principe.



La luz de la luna penetraba por la ventanita iluminando su rostro, mientras permanecía petrificada en la oscuridad de la habitación observando a través del cristal, esperando, como siempre, alguna señal. Habían transcurrido muchos años desde que pasó por allí aquel príncipe que le enseñó a caminar por el arco iris, que le condujo a verdes parajes colmados de flores hermosas, que le recitó poemas de primer amor, que le llenó de besos y abrazos tan hondos e intensos que aún permanecían clavados en su alma, que la llevó de la mano al edén de los que se aman, hasta que un día se la soltó para dejarla caer al pozo del desconsuelo.

Pero ella seguía esperando a su príncipe, tenía la certeza de que un día regresaría, igual que el primer día, a lomos de un caballo tordo de largas crines plateadas. Por eso, cada noche colgaba sobre el quicio de su puerta un farolito azul que guiara a su amor hasta ella, luego entraba en su pequeña casa, se ponía el vestido blanco con el que él la conoció, cepillaba su melena negra, se prendía una rosa blanca al pelo, apagaba todas las luces y se dejaba acompañar por la minúscula llama de una vela. Se acercaba a la estrecha ventana que miraba hacía el camino de piedras, descorría las cortinas y se sentaba en su silla de anea a observar serenamente la noche. Y así, era testigo de cómo la luna iba atravesando todos sus ciclos, mutando progresivamente cada semana: menguaba, se vaciaba, crecía y, por fin, se manifestaba en toda su plenitud mostrando sus grandes ojos y la mejor de sus sonrisas a su expectante admiradora, quien regalaba piropos a la diosa astro que la magnetizaba (“¡pero, qué cara tan bonita tienes!”). De esta manera, iban pasando los calendarios, las estaciones, los años…y ella seguía esperando sentada en su silla de anea, con su vela, su flor en el pelo, su vestido blanco, su rostro invadido de luz de luna, su farolito azul en la puerta y su corazón encogido, suspendido de una pregunta: -¿sabrá encontrarme de nuevo?-.

A pesar del tiempo, la esperanza no la había abandonado, aunque hubo muchos intentos de matarle la ilusión por parte de personas que habían visitado su casa, personas incrédulas, escépticas, hastiadas por la vida y yermas de fantasía. Pero ella seguía tenaz con su empeño de nutrir y mimar su fe para que no muriese y se decía –el día que mueran mis sueños, moriré yo con ellos-. No obstante, algo sí se había ido transformando, la imagen que ella conservaba de aquel príncipe ya no se ceñía al patrón original, ni siquiera era capaz de recordar con exactitud el color de su pelo y sus ojos, ni la forma de su cuerpo, ni su andar, ni su voz, ni sus facciones… Era como si el paso del tiempo hubiera erosionado los rasgos más visibles, desdibujando poco a poco la imagen del príncipe hasta convertirlo en una esencia, en una emoción fuertemente arraigada a su corazón.

Un día, sin saber por qué, allí sentada, en su nocturna espera, cayó en la cuenta de algo: no recordaba cómo era la luz del sol, ¿cómo era posible?, había olvidado la sensación que producía el sol en su piel, la claridad de su reflejo en las fachadas blancas y el canto de los pájaros ante su majestuosidad. Era terrible, ¿cómo había podido permitir que la luna la embrujara hasta alejarla así del sol?, se había convertido en un ser crepuscular, viviendo entre las tinieblas de una cárcel autoimpuesta. No podía continuar en esa dirección, olvidando otras luces distintas a la lunar, la del farolito azul o la de su mortecina vela, sabía que existían otros resplandores muy hermosos porque los había contemplado alguna vez en su pasado y para volver a ellos tendría que enfrentarse a la claridad del día. Y así fue cómo, esa misma noche, decidió alargar su espera unas horas más, resistiéndose a la tentación que Morfeo le brindaba; y así fue cómo despidió a la luna con un beso lanzado a su cara bonita y se dejó acariciar por el amanecer. Al principio no podía tolerar el brillo del sol, teniendo que cerrar los ojos, pero gradualmente fue consiguiendo mantenerlos bien abiertos y contemplar el maravilloso espectáculo que le ofrecía aquella ventanita. Deseaba mucho más, quería absorber toda la belleza que se derramaba ante ella, quería participar de la orgía a la que le invitaba la naturaleza esa mañana y se lanzó hacia la puerta sin pensarlo dos veces. Se sumergió en el exterior, dejándose hacer el amor por la primavera que se abría paso sin pudor alguno y que, como un apasionado amante, la poseía vehementemente, envolviéndola de frescura, de olor a hierba, de brisa de espliego, romero y tomillo, de polen de flores, de trinos y gorjeos de pajarillos coloridos y del fuego dorado del sol.

Casi levitaba extasiada por esta experiencia cuando, repentinamente, un ruido inesperado le hizo regresar a la realidad. Frente a ella, en el camino de piedras un peregrino trabajaba afanado retirando guijarros del sendero. Después de unos minutos lanzando piedras a los lados, paró a descansar sentándose sobre una pequeña loma verde. Vestía ropas sencillas y limpias y tan sólo portaba un pequeño hatillo con lo imprescindible para su tránsito: agua, comida y un pequeño diario donde se disponía a anotar algo cuando se percató de la presencia de la curiosa observadora. El paseante dirigió su mirada hacia ella abriendo unos hermosos ojos azules que parecían querer desnudarle el alma y entonces, sin más, dijo -¿quieres ayudarme?-, -¿a qué?- respondió ella, -a limpiar el camino de piedras-, manifestó el caminante, -lo siento, pero no tengo tiempo, debo esperar a mi príncipe, puede estar al llegar y debo mostrarle el camino hasta mí-, replicó la muchacha del vestido blanco. El peregrino se detuvo unos instantes observándola con compasión: -¿pero no entiendes que jamás podrá llegar hasta ti, si no apartas todas las piedras del camino?, estas piedras son obstáculos que frenan el avance de tu amor, de tu felicidad y de tu futuro, se han ido depositando aquí durante años cerrando el acceso a todos los príncipes, mientras tú esperabas sentada. Yo puedo ayudarte a despejar la vereda, retirando las piedras hacia los lados, pero al cabo de un tiempo se colocarán de nuevo en el centro, sólo tú tienes el poder para destruirlas por completo y sólo con tu fuerza el sendero permanecerá iluminado y claro-.
Las palabras del mensajero lo volvieron todo transparente y su universo recobró su sentido por completo, ¡parecía tan fácil ahora comprender cuál era su misión!, nada más lejos que seguir esperando sentada. Debería comenzar a luchar por levantar sus barreras, las que le alejaban de su verdadero objetivo, tanto tiempo observando aquellas piedras creyendo que serían las que le traerían a su amor, cuando eran ellas mismas las que bloqueaban su paso. Y empezó su labor al lado del caminante, juntos desclavaron, una a una, todas las rocas, algunas se resistían más que otras, algunas ocultaban pequeños bichitos debajo, algunas pesaban demasiado, algunas arrancaron lágrimas a su propietaria al despedirse de ellas, pero todas fueron deshechas con la voluntad férrea que ella poseía. Así, fueron desandando y limpiando el camino desde la casa hasta su punto original, allá donde todo comenzaba a conducir hacia ella, pero, entonces, descubrió algo insospechado: ese no era un sendero único, no todo empezaba ni acaba en él, no había un solo principio ni un solo final, desde ese camino se bifurcaban infinitas rutas nuevas que conducían a lugares desconocidos.

Giró su mirada atónita hacía el paseante de ojos azules y entonces comprendió que él lo había sabido en todo momento. Tal vez era el momento de dejar aquella casita al final del camino empedrado, su farolito azul y su silla de anea para explorar aquellos otros senderos, tal vez allí se encontraban sus respuestas, tal vez el amor no tenía que volver de ningún lugar porque habitaba dentro de ella… El mensajero sólo necesitó pronunciar: -no tengas miedo, la luz de la luna seguirá acompañándote por cualquiera de los caminos que tomes y el sol continuará regalándote su calor. Busca y hallarás, camina y te encontrarás- y ella adivinó que la esencia de su príncipe también la había estado esperando a ella durante años, encarnada en otros caminos, en otros ojos, en otros caminantes.




domingo, 12 de octubre de 2008

MIS PILARES


Hoy se celebra el día del Pilar, la verdad es que no se porqué unos santos son Vip y otros pasan totalmente desapercibidos y es que hasta para esto parece que hay jerarquías. De hecho de pequeña siempre me provocó ciertos celillos que en mi casa se festejasen por lo alto los santos de mi madre y hermana y el mío pasara como agua que corre. Pero estaba diciendo que hoy se celebra el día del Pilar y yo lo siento como algo especial por dos motivos, porque es el nombre de mi madre y de mi hermana, mis pilaricas, y porque además ellas llevan muy acertadamente su nombre en mi vida, porque ellas son precisamente mis dos grandes pilares, mis dos mujeres colosales. Los motivos para que lo sean son tantos que me llevaría días. Hoy simplemente quiero hacerles mi pequeño homenaje:


¡Felicidades Pilar!, madre de mi corazón, mi columna maestra.


¡Felicidades Pili!, hermana de mi alma, mi contrafuerte de mayor apoyo.


Y, cómo no, felicidades también a todas las (y todos los, que los hay) Pilares.



jueves, 9 de octubre de 2008

LA DESCONSOLADA



LA DESCONSOLADA I

Ocho menos cuarto de la mañana, vestido negro, bolso negro, zapatillas negras, pelo gris recogido en la nuca, rostro marchito, tatuado de dolor. La imagen perenne de nuevo frente a mí, despachándome su amargura a raudales. Un día más aquella mujer esperaba sentada el autobús de las ocho en la parada situada enfrente de mi ventana, día tras día, fiel a su cita, siempre, desde hacía años. La descubrí casualmente una mañana cuando abría la persiana intentando dejar entrar la luz del sol y me encontré con ella, toda sombra.

Esa misma estampa me abría mil preguntas cada mañana y cada mañana volvía a buscarla para encontrar respuestas en algún gesto o postura nueva, pero siempre repetía los mismos, en un protocolo inalterable. Llegaba con el paso cadencioso arrastrando los pies en sus zapatillas negras, se detenía en la paraba de autobús, miraba en su muñeca la hora, arremangaba ligeramente su vestido negro, se dejaba caer en el banco a esperar con la miraba perdida en el infinito, se arreglaba los cabellos grises apretándolos hacia atrás, sacaba de su bolsito negro un pañuelo, desplomaba la cabeza sobre su pecho y se rompía en un llanto callado que atravesaba el alma desde lejos.

No sabía nada de aquella mujer, pero sus lágrimas ahogadas eran suficientes para que cada día sintiera su dolor dentro de mí y, sin que ella lo supiera, yo lloraba con ella escondida detrás de mi ventana. Con el tiempo ella comenzó a formar parte de mi vida, la bauticé como “la desconsolada” y llegué a quererla en el anonimato. Las dudas no resueltas las sustituí por historias inventadas donde yo misma proyectaba distintos motivos personales para sufrir de ese modo y así iba redimiendo mis propios dolores.

Nunca me había encontrado con ella fuera de aquella imagen en la distancia de casi las ocho de la mañana. Pero, después de años observando su perfil doliente desde lejos, un día cualquiera, atardecer de otoño, al doblar una esquina me crucé inesperadamente con una figura de negro; instintivamente mis ojos se posaron en el rostro de aquella mujer ensombrecida, era ella, mi desconsolada. Sus ojos se encontraron con los míos, pero no mostraron ninguna sorpresa, sino más bien indiferencia, cansancio y apatía. Yo no pude evitar una sonrisa de complicidad y cariño hacia ella, era parte mía, aunque ella no lo supiera. Era más bonita y más joven de lo que parecía desde mi ventana, se notaba que el envejecimiento prematuro era artificial, esas canas y ojeras que son somatizaciones de la pena. Me quedé paralizada, sin saber qué hacer, quería coger sus manos y acariciar los surcos purpúreos que hundían sus ojos en la tristeza, pero ella simplemente me esquivó y siguió el camino arrastrando sus zapatillas negras.

Alejó sus pasos lentamente mientras yo, de espaldas a ella, me resigné a proseguir en sentido contrario, pero, de pronto, una idea asaltó mi mente: necesitaba saber más de ella y, sin pensarlo dos veces, giré sobre mis pies y comencé a seguirla furtivamente. Me costaba ajustar mi ritmo al suyo, la lentitud de su desmayado avance agonizaba sobre los adobes de las aceras generando un sonido raspado con cada roce de sus suelas. Tuve que detenerme en más de una ocasión a mirar algún escaparate para darle tiempo a ganarme unos metros. Por un momento pensé en darme la vuelta, pero la intriga y el compromiso que mi desconsolada había sembrado en mí eran más fuertes que el miedo a ser descubierta. Entramos en un barrio empinado, casi no lo pude reconocer porque en algún punto del trayecto me había perdido dejándome llevar únicamente por el señuelo de la sombra negra. Las calles se angostaron poco a poco y noté el peligro de ser delatada entre la indefensión de los callejones estrechos, por lo que me refugié en un soportal y esperé sus movimientos. Por suerte, la mujer se detuvo cerca, frente a una puerta de madera envejecida que era la entrada a una casita pequeña con los tabiques agrietados y manchones oscuros de humedad en las esquinas. Pasó a su interior a oscuras y cerró la puerta dejándome fuera con mis expectativas ardiendo en el alma. Esperé unos minutos, pero nada se inmutaba dentro, ni un rumor, ni una oscilación, ni una lámpara, nada. Se me echaba la noche encima y el frío comenzaba a notarse en mis temblores, me sentía un poco ridícula e invasora de la intimidad de esa mujer sin ningún derecho.

LA DESCONSOLADA II

Estaba a punto de darme por vencida y regresar a casa, cuando percibí un reflejo desde dentro que iluminaba las cortinillas roídas de lo que parecía ser el cuarto de estar de la casa. No pude resistirlo y metí sigilosamente mis narices entre las rejas del exterior de la ventana para poder divisar la situación que se vivía dentro. La escena parecía sacada de una novela de Galdós, era un escenario antiguo, agrio, casi podía oler el rancio de la naftalina desde fuera, las paredes se caían desconchadas, el sofá era una vieja banca llena de cojines de ganchillo con grandes rosetones de colorines, en el centro una mesa camilla con las faldas agujereadas sujetaba encima un costurero y unos cuantos retales esparcidos, en un rincón una mesita con las patas torcidas aguantaba un arcaico televisor en blanco y negro al que le caían por los lados los flecos de un tapete bordado con flores afianzado por un horrible payaso de cerámica sobre él, en el rincón extremo un armario con vitrinas cubiertas con cortinas desde dentro exponía un juego de tazas, platos y figuritas de porcelana pintados con escenas impresionistas.

La mujer de negro mantenía una cajita de cerillas e iba encendiendo una a una las cientos de velitas blancas que quedaban distribuidas por toda la estancia a modo de santuario, según iban alumbrando podían descubrirse siluetas sobre ellas que custodiaban la sala como centinelas estáticos en aquellos numerosos retratos que colgaban de todos los rincones. No podía vislumbrar con claridad los perfiles de aquellas personas lúgubres de rostros extraños, pero parecían femeninos, niñas, adolescentes y mujeres jóvenes vestidas con trajes claros. Cuando acabó la liturgia del alumbrado, mi desconsolada se dejó caer de rodillas sobre los azulejos del cuartito cuasieclesiástico, enterrando su rostro entre sus manos para abandonarse al llanto y a lo que desde la calle me parecieron oraciones o diálogos con aquellos retratos.

Noté cómo subía la pena por mi estómago, haciéndose nudo en mi garganta y sin entender porqué, me encontré llorando con ella de nuevo, pero esta vez la tristeza no era sólo una respuesta contagiosa, había algo dentro de mí que era sólo mío de verdad, algo personal con aquella pena que no lograba entender, pero que necesitaba sacar fuera. Yo también me desmoroné sobre los adoquines helados y dejé que mis ojos vertieran ríos de lágrimas. Perdí la noción del tiempo, pero ya no me importaba y, entre las ultimas convulsiones de mi llantina, decidí que no me iría de allí sin resolver aquel jeroglífico. Aguanté el frío como pude en el portal de al lado y hasta conseguí dar alguna cabezadita hasta las siete y media de la mañana cuando escuché abrirse la puerta de la casa acechada por mí. Me incorporé rápidamente, me froté los ojos, me arreglé las arrugas de la ropa y me dispuse a continuar mi espionaje.

La desconsolada emprendió el camino hacía abajo, supuse que a la búsqueda del autobús de cada mañana, pero esta vez no la observaría desde mi ventana, sino en primer plano. Fui siguiendo sus pasos de nuevo hasta la parada de siempre y observé el mismo drama de las ocho menos cuarto de cada día, pero desde una perspectiva más realista, al lado suyo. Tomé ese autobús con ella, me senté en un asiento del fondo y esperé hasta su bajada que fue la última, la del cementerio. Me recorrió un escalofrío tremendo cuando vi su destino, pero ya no podía echarme atrás, así que bajé allí mismo persiguiendo sus pasitos negros detrás de los grandes portones de hierro que daban entrada al camposanto.

Como era de esperar, se dirigió hacia una tumba, eso no me sorprendió, pero sí lo hizo la amplitud que adquirió aquel espacio de repente, creía recordar aquel lugar más aglomerado, menos oxigenado entre el apiñamiento de lápidas y nichos. Pensé que se trataba de un panteón familiar, pero tampoco lo parecía. No entendí y no intenté entender, simplemente me oculté detrás de un ciprés y observé. Dos ángeles preciosos flanqueaban el monumento mortuorio que, en un paradójico alarde de vida, parecían querer volar. La mujer de sombra se inclinó sobre el mármol y comenzó a hablarle directamente como si alguien estuviese escuchándole, lloraba otra vez y entre sollozos seguía con su discurso ininteligible, cuando de pronto me pareció reconocer algo muy familiar, un nombre, un año, algún lugar. No pude soportar esa duda, ya era demasiado, y me acerqué hasta escasos centímetros de su espalda, ni se inmutó, parecía no verme ni sentirme, por lo que me atreví un poco más. Entonces ocurrió, volví a oír el nombre, el año y el lugar, pero... ¡no podía ser!, ¡dios mío, eran mi nombre, mi año y mi lugar!, ¿qué había pasado?, ¿qué tenía yo que ver con todo aquello?. Sería casualidad, sólo una pura coincidencia.

Miré la lápida y vi que había unas fotografías insertadas en ella, eran similares a las que colgaban en aquella casa, pero ¡era imposible!, ¡eran escenas de mi vida, de mi propia vida, aquella niña, adolescente y mujer joven era yo misma!. No daba crédito. Me situé muy nerviosa frente a la desconsolada y le hablé, le llamé, le grité.., ella no me respondió, pero pude verla claramente, pude comprender con nitidez, todo se abría ante mí. Esa mujer levantó sus ojos inundados de lágrimas hacia el cielo y los vi, eran también mis ojos, ajados, maltrechos, sufridos, pero mis ojos, era yo también, yo llorando por mi propia vida, por mi muerte en vida...

Ocho menos cuarto de la mañana, otra vez el pitido estridente del radioreloj, lo odio. Mi almohada está empapada, pienso que he sudado demasiado, pero me extraña porque no suelo, me llevo las manos a la cara y detecto la causa, mis ojos están llorando a lágrima viva, pero ¿por qué?. De repente recuerdo, la desconsolada, yo, ella, ellas, las muertas, las vivas... Corro hacia la ventana, hoy no hay nadie en la parada de autobús.

Creo que ya he elegido. No elijo ser la desconsolada, no elijo llorar por mi pasado, no elijo hacer duelos de mí misma, no elijo enterrarme...

Hoy me quedo aquí, viva, muy viva.




jueves, 2 de octubre de 2008

CABALLERO DE LUZ




Siempre fue el caballero de luz. A ella sólo se le permitía contemplarlo en la lejanía, sólo pudo robarle instantes de su existencia con la mirada, sólo era un destello fugitivo que siempre acababa evaporándose, una estrella fugaz a la que ella lanzaba sus mejores deseos, pero al fin y al cabo siempre fue el caballero de luz.

Resplandecía luz blanca por todos sus rincones, su ropa inmaculada, que apoyada sobre la cal de las fachadas, desprendía un blanco que cegaba más todavía; sus orígenes de casitas blancas, hilvanadas en la esquinita que su corazón dibujaba entre su recuerdo y su olvido; sus ojos, pura luz, a pesar de no conocer el enigma que escondían; sus manos sanadoras y cristalinas; su caminar limpio y claro como una mañana de abril; su voz, escasamente capturada, también irradiaba rayitos de sol con cada vibración. Y ahora, que había conseguido hacer una pequeña incursión en su alma, ella sabía que ésta también era toda luz.

El misterio de la luz podría haber sido un buen título para su historia, porque ella siempre quedó hipnotizada por esa luz, como una cobra hechizada por la melodía del tumarit, arrastrándose sigilosa a buscar la fuente del imán que le despertó de su letargo. Fue esa luz la que le había dirigido en todo momento, como una estrella de Belén, hacia el manantial de su origen, el caballero de luz.

Ahora la vida le brindaba la oportunidad de descifrar ese misterio y ella, sin dudarlo, tomó el impulso preciso para saltar por encima de la timidez que la había paralizado durante años y aceptar ese regalo con convicción. Fue tan rápido, pasó de nuevo como un chispazo delante de sus ojos, otra vez parecía querer volatilizarse, pero ella no podía permitirlo, una voz interior se prendió fuerte a su cabeza (“este tren es tu tren, cógelo”), dirigiendo con coraje todas sus acciones hacia su encuentro hasta situarse frente a frente intentando aparentar seguridad y despreocupación en la voz.

Por fin, el caballero de luz estaba iluminándola directamente con su sonrisa que se mostraba ante ella como esa claridad cegadora al final del túnel de que algunos hablan. Sus ojos contenían soles, lunas y estrellas. Su voz océanos de miel. Sus manos volcanes de fuego. Sus cabellos campos de trigos maduros. Su cuerpo torrentes de vibraciones eléctricas…

La atmósfera cambió, todo desapareció, todo menos ellos. El misterio de la luz empezaba a cobrar todo su significado.