viernes, 22 de agosto de 2008

LO ESPERADO

Es realmente desolador ver cómo tus expectativas no se cumplen, mucho más cuando esas expectativas tratan sobre personas. Y como las mayores expectativas las generamos sobre aquellos a quien más amamos, estamos ante un doble añadido de frustración.
Los sabios budistas hablan de la importancia de vivir sin esperar nada. Si dejamos de crear expectativas, nos liberamos del miedo a perder, a la desilusión, al fracaso y vivimos con una mente tranquila. Pero creo que en esta sociedad occidental, donde las tentaciones se abren ante nuestros ojos constantemente y donde la falacia de la felicidad absoluta basada en el logro nos persigue por las esquinas, aún estamos muy lejos de alcanzar algo así. Por otro lado, dejar de tener expectativas es casi como dejar de soñar, y a mí, al menos, no me enseñaron cómo hacerlo.
Probablemente, sin necesidad de pasar por escuelas de filosofía oriental, la propia vida se va encargando de tu supervivencia emocional y, una de dos, o bien te haces tolerante a la frustración, o bien no te queda otra que ir minimizando tus expectativas.
Hasta ahí llego, pero aún no llego a entender una parte de la otra cara del problema, la parte que corresponde a los que dejan a otros esperando con las manos abiertas y vacías. Lo que más me sigue sorprendiendo es que, entre el elenco de seres que comparten nuestra vida, tendemos a dejar en esta tesitura precisamente a los más cercanos, a los más queridos, a los que más lo merecen todo. Es como si algo nos dejara luz verde en la conciencia hacia ellos y nuestro esfuerzo tiende a decaer porque siempre están ahí, afianzados y seguros. No hay que hacer nada, siempre están, no importa si no les enviamos un mensaje, si nos olvidamos de llamar, si no les decimos que les queremos, si no les ofrecemos nuestra mejor sonrisa, si no les decimos lo importantes que son en nuestra vida, porque siempre, después de todo, siguen ahí. E, injustamente, nos dedicamos a laurear a otros seres menos vitales en nuestra pirámide de relaciones, pero más inseguros, menos afianzados, como si persiguiéramos atraerlos hasta el vértice de la certidumbre completa, para después pasar a relajarnos de nuevo y a atender con nuestras mejores sonrisas a otros menos conquistados.
No estoy libre de pecado, pero también conozco la negra sensación desde el otro lado, el del desencanto. Es como ser amablemente abandonado en medio del desierto por la persona que te llevó de la mano hasta ahí, mientras se marcha a disfrutar de la fiesta con los del oasis de al lado.
Hace tiempo que descubrí que esto es un error, una estupidez y que se llega a pagar caro, por eso abogo por envolver nuestros mejores regalos para esos padres, hermanos, hijos, parejas, amigos verdaderos…que esperan por nosotros y que, aunque constituyen el verdadero núcleo de nuestro corazón y son los más merecedores, a veces resultan ser los más olvidados.
Nadie somos “seguros”, no creo en el amor incondicional, siempre hay una condición por pequeña que sea, no creo en el amor que se sujeta de un hilito de atención, ni en el que se basa en la injusticia, ni el que se sostiene de los restos que nos sobran después de haber regalado nuestros mejores tesoros a otros. Ese amor termina por no serlo.

...En fin, delirios de sed en medio de un seco desierto…

lunes, 18 de agosto de 2008

DÍAS DE LUZ, DÍAS DE SOMBRA

Un niño revolotea a mí alrededor dejando estelas de alegría cada vez que rodea mi toalla en sus carreras descontroladas, con los brazos elevados, el pelo enmarañado y los pies a unos centímetros del suelo. Otro día lo hubiese encontrado molesto, pero hoy no. Hoy me trae brisa fresca moviendo el aire pesado y caliente que se ha posado como un yunque sobre mi cabeza desde las dos horas que me he plantado bajo el sol. Como otros días, bocadillo, libro y toalla en mano, hace dos horas que cogí el coche para venir aquí a reprimir mi tristeza. Pero lo que se tendría que haber convertido en un canto de libertad y autorrealización, se ha pintado de gris, a pesar del radiante sol que luce en un cielo claro de agosto. Mi gris interior se ha impuesto, ganándole la batalla a todos los colores de fuera que me ofrecen obras de arte con el afán de borrar mi realidad.


Cada vez que el niño gira entorno a mí, derrama unas gotitas de agua que me refrescan, pero más allá de su función abanicadora y refrigerante, ese niño, sin él saberlo, ha atraído mi atención intensamente. Refresca también mi recuerdo y mis pensamientos que, como el día, comenzaban a ser soporíferos. Salgo de mí y enfoco mi mirada en sus movimientos, después en su cuerpecito infantil, en sus rizos de querubín, en su risotada desbocada y en sus ojos chispeantes.

Ahí está, la esencia del hombre, pura naturaleza sin contaminar, una mente limpia, sin más problemas que el de mantener el globito por muchos minutos sin explotar, sin más resistencias que el de evitar el trozo de bocadillo que su madre intenta meterle en la boca como merienda, sin más bloqueos que el del montoncito de hierba con el que acaba de tropezar uno de sus pequeños pies. Con todas las emociones viento en popa, ahí va sin frenos por la vida, el mundo es suyo, se lo come a bocados y yo lo envidio por unos instantes. Yo, que pensaba que venía bien armada después de aprender de tropezones, dolores, caídas graves y curas varias, me encuentro delante de un niño desconocido queriendo aprender de él, desde el punto cero. O, mejor dicho, queriendo desaprender lo aprendido porque quizá ahí está el origen de todos los grises adultos, en haber malaprendido, en haber adquirido vicios en el aprendizaje que nos llevan a creencias erróneas y, por tanto, a errores.

Aprieto fuerte los ojos y pido volver a mi tierna infancia, quiero sentir la frescura de mi alma de niña, cuando el mundo era un espacio accesible, seguro y fácil y mi madre me esperaba con bocadillos de chocolate para merendar, para después jugar toda la tarde por la plaza del pueblo correteando sin cansarme y donde los cinco o seis niños del pueblo eran todo el universo social que yo necesitaba. Quiero volver a esa escuela con un solo maestro para cinco cursos y con un patio que cada día, durante los veinte minutos de recreo, se transformaba en un platillo volante, en un planeta lejano, en un mar de piratas, en un oeste de vaqueros o en el mundo mágico de las hadas. Quiero sentir la alegría del invierno, entre juegos blancos de bolas, patinazos y muñecos de nieve a la salida del colegio; la de la primavera, entre juegos de amapolas y margaritas al son del hilo musical de los vencejos; la del verano, entre juegos en el río bajo las sombras de los chopos cuando los días se alargaban y los padres nos concedían el permiso para unas horas más de escondite nocturno; y la del otoño, entre juegos rebozados en medio de montones de hojas secas de camino a la escuela, cuando todo volvía a oler a lápices, a gomas de nata y a libros nuevos.

Me he quedado unos minutos suspendida en la carcajada de ese niño y me he visto entre sus saltos, era yo misma, me he causado tanta ternura que he roto a llorar bajo mis gafas de sol. La madre del niño ha tenido que notar algo porque me ha preguntado si su hijo me estaba molestando, a lo que yo únicamente he negado con la cabeza, para que no percibise cómo se me quebraba la voz. Cómo explicarle que estoy llorando de belleza. Me contengo pensando que debo resultar patética, pero las lágrimas son ya cascadas locas.


El niño se para de repente y me mira fijamente, se agacha en mi toalla y me suelta -¿te has hecho pupa?-. Yo, estupefacta, estoy entre arrancar en un berrinche tremendo a lágrima viva o abrazarle y comérmelo a besos, pero vuelvo a contenerme y le contesto –no, cariño, es que me molesta el sol en los ojos-. Él, inocencia pura, me ofrece un trocito de su bocadillo y, tocándome el hombro en actitud protectora, me explica que así se me curarán los ojos. Le doy las gracias y un beso tan dulce como él y se marcha con sus brincos y su jarana despreocupada.

Recojo mis trastos y me marcho con algo nuevo que no había traído: una sonrisa y una alegría contagiada por un niño precioso que, sin él saberlo, ha cambiado por hermosos colores mi paleta de grises.

Por hoy ha sido más que suficiente para dar gracias a la vida.

jueves, 14 de agosto de 2008

ABRIENDO PUERTAS

Abro esta puerta, entornada por tanto tiempo, esperando que simplemente la empujase y me encuentro un mundo entero por descubrir. Pero ¿no estaba todo visto, todo hecho, todo dicho, todo aprendido, todo acabado? –No-, me responde una voz desde la penumbra, -todo empieza aquí-. Un fuego comienza a subirme por la garganta, es de color verde esperanza y en el momento en que creía que estaba cruzando el umbral de la derrota, cuando iba a postrarme de rodillas para recibir el último golpe de muerte, todo se vuelve un arco iris de luz cegadora. Ya lo estoy sintiendo, ya no hay tiempo para el dolor, ya no vuelta atrás.

La voz me susurra tanta belleza, palabras para las que ya no me creía merecedora, por un momento titubeo y doy un paso para atrás, el miedo a la penumbra es más fuerte que yo, pero la voz me envuelve y seduce a mi corazón que empuja de mí hacia delante como imantado por ella.


-¿Qué quieres de mi?-, le pregunto, y ella comienza a entonar –despertarte a la vida, bañarte en el arroyo de tus sueños, pasear por las nubes junto a ti, cogerte de la mano para crecer a tu lado, bailar acompasada contigo-. Desconfío e intento dar otro paso para atrás, pero ya no hay camino detrás de mí, se ha borrado con mi paso hacia delante. Siento que la voz está cada vez más cerca y cada vez la reconozco más familiar, posee tonos míos, una musicalidad hermana de mi propia voz, la siento segura. De repente, noto un suave aliento erizando la piel de mi cuello. La voz ahora son labios que besan mi nuca. Creo que voy a desmayarme, pero no lo hago, ya no hay miedo, sólo deseo de fundirme con las sensaciones que me asaltan como un mar embravecido.
Me agarro a las manos de la voz y sus brazos me recogen pequeña, comenzamos a bailar una música de vida, la más hermosa que nunca escuché. Los sones nos abrazan y nos cuentan historias de amor, el tiempo se lleva mi mente muy lejos, donde pueda volar, y el ritmo de la música es la única prueba que me recuerda que el tiempo aún existe.
Abro los ojos con fuerza y la luz comienza a entrar, cada vez más intensa, un azul infinito empieza a abrirse paso detrás de la penumbra, todo es azul.

El verde esperanza se hace más fuerte también y ahora se concentra completamente en sus ojos que lo iluminan todo como dos esmeraldas, como la hierba y la fruta fresca, como la albahaca y la menta de su boca, como la tierra verde donde crecí, como las ramas del olmo donde tantas veces me protegí, como la primavera de la que siempre me enamoré, como el verde que te quiero verde que tantas veces releí en ese romance sonámbulo, suspirando por que alguien me sacase de mi sueño de mar amarga, mientras esperaba en los barandales de la luna gitana, preguntando ¿pero quién vendrá? ¿y por dónde...?

Y ahora abro esa puerta y encuentro el verde que te quiero verde que me lleva de la mano al barco sobre la mar y al caballo en la montaña y suena la música...
Sigamos bailando...