lunes, 18 de agosto de 2008

DÍAS DE LUZ, DÍAS DE SOMBRA

Un niño revolotea a mí alrededor dejando estelas de alegría cada vez que rodea mi toalla en sus carreras descontroladas, con los brazos elevados, el pelo enmarañado y los pies a unos centímetros del suelo. Otro día lo hubiese encontrado molesto, pero hoy no. Hoy me trae brisa fresca moviendo el aire pesado y caliente que se ha posado como un yunque sobre mi cabeza desde las dos horas que me he plantado bajo el sol. Como otros días, bocadillo, libro y toalla en mano, hace dos horas que cogí el coche para venir aquí a reprimir mi tristeza. Pero lo que se tendría que haber convertido en un canto de libertad y autorrealización, se ha pintado de gris, a pesar del radiante sol que luce en un cielo claro de agosto. Mi gris interior se ha impuesto, ganándole la batalla a todos los colores de fuera que me ofrecen obras de arte con el afán de borrar mi realidad.


Cada vez que el niño gira entorno a mí, derrama unas gotitas de agua que me refrescan, pero más allá de su función abanicadora y refrigerante, ese niño, sin él saberlo, ha atraído mi atención intensamente. Refresca también mi recuerdo y mis pensamientos que, como el día, comenzaban a ser soporíferos. Salgo de mí y enfoco mi mirada en sus movimientos, después en su cuerpecito infantil, en sus rizos de querubín, en su risotada desbocada y en sus ojos chispeantes.

Ahí está, la esencia del hombre, pura naturaleza sin contaminar, una mente limpia, sin más problemas que el de mantener el globito por muchos minutos sin explotar, sin más resistencias que el de evitar el trozo de bocadillo que su madre intenta meterle en la boca como merienda, sin más bloqueos que el del montoncito de hierba con el que acaba de tropezar uno de sus pequeños pies. Con todas las emociones viento en popa, ahí va sin frenos por la vida, el mundo es suyo, se lo come a bocados y yo lo envidio por unos instantes. Yo, que pensaba que venía bien armada después de aprender de tropezones, dolores, caídas graves y curas varias, me encuentro delante de un niño desconocido queriendo aprender de él, desde el punto cero. O, mejor dicho, queriendo desaprender lo aprendido porque quizá ahí está el origen de todos los grises adultos, en haber malaprendido, en haber adquirido vicios en el aprendizaje que nos llevan a creencias erróneas y, por tanto, a errores.

Aprieto fuerte los ojos y pido volver a mi tierna infancia, quiero sentir la frescura de mi alma de niña, cuando el mundo era un espacio accesible, seguro y fácil y mi madre me esperaba con bocadillos de chocolate para merendar, para después jugar toda la tarde por la plaza del pueblo correteando sin cansarme y donde los cinco o seis niños del pueblo eran todo el universo social que yo necesitaba. Quiero volver a esa escuela con un solo maestro para cinco cursos y con un patio que cada día, durante los veinte minutos de recreo, se transformaba en un platillo volante, en un planeta lejano, en un mar de piratas, en un oeste de vaqueros o en el mundo mágico de las hadas. Quiero sentir la alegría del invierno, entre juegos blancos de bolas, patinazos y muñecos de nieve a la salida del colegio; la de la primavera, entre juegos de amapolas y margaritas al son del hilo musical de los vencejos; la del verano, entre juegos en el río bajo las sombras de los chopos cuando los días se alargaban y los padres nos concedían el permiso para unas horas más de escondite nocturno; y la del otoño, entre juegos rebozados en medio de montones de hojas secas de camino a la escuela, cuando todo volvía a oler a lápices, a gomas de nata y a libros nuevos.

Me he quedado unos minutos suspendida en la carcajada de ese niño y me he visto entre sus saltos, era yo misma, me he causado tanta ternura que he roto a llorar bajo mis gafas de sol. La madre del niño ha tenido que notar algo porque me ha preguntado si su hijo me estaba molestando, a lo que yo únicamente he negado con la cabeza, para que no percibise cómo se me quebraba la voz. Cómo explicarle que estoy llorando de belleza. Me contengo pensando que debo resultar patética, pero las lágrimas son ya cascadas locas.


El niño se para de repente y me mira fijamente, se agacha en mi toalla y me suelta -¿te has hecho pupa?-. Yo, estupefacta, estoy entre arrancar en un berrinche tremendo a lágrima viva o abrazarle y comérmelo a besos, pero vuelvo a contenerme y le contesto –no, cariño, es que me molesta el sol en los ojos-. Él, inocencia pura, me ofrece un trocito de su bocadillo y, tocándome el hombro en actitud protectora, me explica que así se me curarán los ojos. Le doy las gracias y un beso tan dulce como él y se marcha con sus brincos y su jarana despreocupada.

Recojo mis trastos y me marcho con algo nuevo que no había traído: una sonrisa y una alegría contagiada por un niño precioso que, sin él saberlo, ha cambiado por hermosos colores mi paleta de grises.

Por hoy ha sido más que suficiente para dar gracias a la vida.

4 comentarios:

el piano huérfano dijo...

Si mi amor, los niños tienen ese poder de pintarte el arco iris y regalartelo, mi hijo te pinto uno que te espera

un beso espero tu num

loose dijo...

Totalmente de acuerdo una vez más contigo mi pianito, los niños son La Alegría y la inocencia, los que, sin saberlo, nos reconfortan, nos hacen sentir la vida.

Por mi hijo me levanto cada día, por él lucho para ganar esta batalla contra mi misma, y gracias a él, pinto los colores de mi vida.

Besitos.

loose dijo...

...Dicen por ahí que lo que nos llama la atención del otro es porque nosotros también lo llevamos dentro.

Dejémonos envolver por su magia, y soñemos...disfrutemos, saltemos juguemos, abracemos,...

Raúl Navarro dijo...

Da miedo dejar un post en un blog magníficamente escrito. Al final me he animado y he abierto mi propio blog. Creo que me vendrá bien como auto-terapia.
Lo de ayer tuvo que ser muy duro, aunque siempre he admirado tu fortaleza.
Espero que pronto la sombra se convierta en luz.
Besos.