LA DESCONSOLADA I
Ocho menos cuarto de la mañana, vestido negro, bolso negro, zapatillas negras, pelo gris recogido en la nuca, rostro marchito, tatuado de dolor. La imagen perenne de nuevo frente a mí, despachándome su amargura a raudales. Un día más aquella mujer esperaba sentada el autobús de las ocho en la parada situada enfrente de mi ventana, día tras día, fiel a su cita, siempre, desde hacía años. La descubrí casualmente una mañana cuando abría la persiana intentando dejar entrar la luz del sol y me encontré con ella, toda sombra.
Esa misma estampa me abría mil preguntas cada mañana y cada mañana volvía a buscarla para encontrar respuestas en algún gesto o postura nueva, pero siempre repetía los mismos, en un protocolo inalterable. Llegaba con el paso cadencioso arrastrando los pies en sus zapatillas negras, se detenía en la paraba de autobús, miraba en su muñeca la hora, arremangaba ligeramente su vestido negro, se dejaba caer en el banco a esperar con la miraba perdida en el infinito, se arreglaba los cabellos grises apretándolos hacia atrás, sacaba de su bolsito negro un pañuelo, desplomaba la cabeza sobre su pecho y se rompía en un llanto callado que atravesaba el alma desde lejos.
No sabía nada de aquella mujer, pero sus lágrimas ahogadas eran suficientes para que cada día sintiera su dolor dentro de mí y, sin que ella lo supiera, yo lloraba con ella escondida detrás de mi ventana. Con el tiempo ella comenzó a formar parte de mi vida, la bauticé como “la desconsolada” y llegué a quererla en el anonimato. Las dudas no resueltas las sustituí por historias inventadas donde yo misma proyectaba distintos motivos personales para sufrir de ese modo y así iba redimiendo mis propios dolores.
Nunca me había encontrado con ella fuera de aquella imagen en la distancia de casi las ocho de la mañana. Pero, después de años observando su perfil doliente desde lejos, un día cualquiera, atardecer de otoño, al doblar una esquina me crucé inesperadamente con una figura de negro; instintivamente mis ojos se posaron en el rostro de aquella mujer ensombrecida, era ella, mi desconsolada. Sus ojos se encontraron con los míos, pero no mostraron ninguna sorpresa, sino más bien indiferencia, cansancio y apatía. Yo no pude evitar una sonrisa de complicidad y cariño hacia ella, era parte mía, aunque ella no lo supiera. Era más bonita y más joven de lo que parecía desde mi ventana, se notaba que el envejecimiento prematuro era artificial, esas canas y ojeras que son somatizaciones de la pena. Me quedé paralizada, sin saber qué hacer, quería coger sus manos y acariciar los surcos purpúreos que hundían sus ojos en la tristeza, pero ella simplemente me esquivó y siguió el camino arrastrando sus zapatillas negras.
Alejó sus pasos lentamente mientras yo, de espaldas a ella, me resigné a proseguir en sentido contrario, pero, de pronto, una idea asaltó mi mente: necesitaba saber más de ella y, sin pensarlo dos veces, giré sobre mis pies y comencé a seguirla furtivamente. Me costaba ajustar mi ritmo al suyo, la lentitud de su desmayado avance agonizaba sobre los adobes de las aceras generando un sonido raspado con cada roce de sus suelas. Tuve que detenerme en más de una ocasión a mirar algún escaparate para darle tiempo a ganarme unos metros. Por un momento pensé en darme la vuelta, pero la intriga y el compromiso que mi desconsolada había sembrado en mí eran más fuertes que el miedo a ser descubierta. Entramos en un barrio empinado, casi no lo pude reconocer porque en algún punto del trayecto me había perdido dejándome llevar únicamente por el señuelo de la sombra negra. Las calles se angostaron poco a poco y noté el peligro de ser delatada entre la indefensión de los callejones estrechos, por lo que me refugié en un soportal y esperé sus movimientos. Por suerte, la mujer se detuvo cerca, frente a una puerta de madera envejecida que era la entrada a una casita pequeña con los tabiques agrietados y manchones oscuros de humedad en las esquinas. Pasó a su interior a oscuras y cerró la puerta dejándome fuera con mis expectativas ardiendo en el alma. Esperé unos minutos, pero nada se inmutaba dentro, ni un rumor, ni una oscilación, ni una lámpara, nada. Se me echaba la noche encima y el frío comenzaba a notarse en mis temblores, me sentía un poco ridícula e invasora de la intimidad de esa mujer sin ningún derecho.
LA DESCONSOLADA II
Estaba a punto de darme por vencida y regresar a casa, cuando percibí un reflejo desde dentro que iluminaba las cortinillas roídas de lo que parecía ser el cuarto de estar de la casa. No pude resistirlo y metí sigilosamente mis narices entre las rejas del exterior de la ventana para poder divisar la situación que se vivía dentro. La escena parecía sacada de una novela de Galdós, era un escenario antiguo, agrio, casi podía oler el rancio de la naftalina desde fuera, las paredes se caían desconchadas, el sofá era una vieja banca llena de cojines de ganchillo con grandes rosetones de colorines, en el centro una mesa camilla con las faldas agujereadas sujetaba encima un costurero y unos cuantos retales esparcidos, en un rincón una mesita con las patas torcidas aguantaba un arcaico televisor en blanco y negro al que le caían por los lados los flecos de un tapete bordado con flores afianzado por un horrible payaso de cerámica sobre él, en el rincón extremo un armario con vitrinas cubiertas con cortinas desde dentro exponía un juego de tazas, platos y figuritas de porcelana pintados con escenas impresionistas.
La mujer de negro mantenía una cajita de cerillas e iba encendiendo una a una las cientos de velitas blancas que quedaban distribuidas por toda la estancia a modo de santuario, según iban alumbrando podían descubrirse siluetas sobre ellas que custodiaban la sala como centinelas estáticos en aquellos numerosos retratos que colgaban de todos los rincones. No podía vislumbrar con claridad los perfiles de aquellas personas lúgubres de rostros extraños, pero parecían femeninos, niñas, adolescentes y mujeres jóvenes vestidas con trajes claros. Cuando acabó la liturgia del alumbrado, mi desconsolada se dejó caer de rodillas sobre los azulejos del cuartito cuasieclesiástico, enterrando su rostro entre sus manos para abandonarse al llanto y a lo que desde la calle me parecieron oraciones o diálogos con aquellos retratos.
Noté cómo subía la pena por mi estómago, haciéndose nudo en mi garganta y sin entender porqué, me encontré llorando con ella de nuevo, pero esta vez la tristeza no era sólo una respuesta contagiosa, había algo dentro de mí que era sólo mío de verdad, algo personal con aquella pena que no lograba entender, pero que necesitaba sacar fuera. Yo también me desmoroné sobre los adoquines helados y dejé que mis ojos vertieran ríos de lágrimas. Perdí la noción del tiempo, pero ya no me importaba y, entre las ultimas convulsiones de mi llantina, decidí que no me iría de allí sin resolver aquel jeroglífico. Aguanté el frío como pude en el portal de al lado y hasta conseguí dar alguna cabezadita hasta las siete y media de la mañana cuando escuché abrirse la puerta de la casa acechada por mí. Me incorporé rápidamente, me froté los ojos, me arreglé las arrugas de la ropa y me dispuse a continuar mi espionaje.
La desconsolada emprendió el camino hacía abajo, supuse que a la búsqueda del autobús de cada mañana, pero esta vez no la observaría desde mi ventana, sino en primer plano. Fui siguiendo sus pasos de nuevo hasta la parada de siempre y observé el mismo drama de las ocho menos cuarto de cada día, pero desde una perspectiva más realista, al lado suyo. Tomé ese autobús con ella, me senté en un asiento del fondo y esperé hasta su bajada que fue la última, la del cementerio. Me recorrió un escalofrío tremendo cuando vi su destino, pero ya no podía echarme atrás, así que bajé allí mismo persiguiendo sus pasitos negros detrás de los grandes portones de hierro que daban entrada al camposanto.
Como era de esperar, se dirigió hacia una tumba, eso no me sorprendió, pero sí lo hizo la amplitud que adquirió aquel espacio de repente, creía recordar aquel lugar más aglomerado, menos oxigenado entre el apiñamiento de lápidas y nichos. Pensé que se trataba de un panteón familiar, pero tampoco lo parecía. No entendí y no intenté entender, simplemente me oculté detrás de un ciprés y observé. Dos ángeles preciosos flanqueaban el monumento mortuorio que, en un paradójico alarde de vida, parecían querer volar. La mujer de sombra se inclinó sobre el mármol y comenzó a hablarle directamente como si alguien estuviese escuchándole, lloraba otra vez y entre sollozos seguía con su discurso ininteligible, cuando de pronto me pareció reconocer algo muy familiar, un nombre, un año, algún lugar. No pude soportar esa duda, ya era demasiado, y me acerqué hasta escasos centímetros de su espalda, ni se inmutó, parecía no verme ni sentirme, por lo que me atreví un poco más. Entonces ocurrió, volví a oír el nombre, el año y el lugar, pero... ¡no podía ser!, ¡dios mío, eran mi nombre, mi año y mi lugar!, ¿qué había pasado?, ¿qué tenía yo que ver con todo aquello?. Sería casualidad, sólo una pura coincidencia.
Miré la lápida y vi que había unas fotografías insertadas en ella, eran similares a las que colgaban en aquella casa, pero ¡era imposible!, ¡eran escenas de mi vida, de mi propia vida, aquella niña, adolescente y mujer joven era yo misma!. No daba crédito. Me situé muy nerviosa frente a la desconsolada y le hablé, le llamé, le grité.., ella no me respondió, pero pude verla claramente, pude comprender con nitidez, todo se abría ante mí. Esa mujer levantó sus ojos inundados de lágrimas hacia el cielo y los vi, eran también mis ojos, ajados, maltrechos, sufridos, pero mis ojos, era yo también, yo llorando por mi propia vida, por mi muerte en vida...
Ocho menos cuarto de la mañana, otra vez el pitido estridente del radioreloj, lo odio. Mi almohada está empapada, pienso que he sudado demasiado, pero me extraña porque no suelo, me llevo las manos a la cara y detecto la causa, mis ojos están llorando a lágrima viva, pero ¿por qué?. De repente recuerdo, la desconsolada, yo, ella, ellas, las muertas, las vivas... Corro hacia la ventana, hoy no hay nadie en la parada de autobús.
Creo que ya he elegido. No elijo ser la desconsolada, no elijo llorar por mi pasado, no elijo hacer duelos de mí misma, no elijo enterrarme...
Hoy me quedo aquí, viva, muy viva.